"Son casi las diez de la noche, la toma de la facultad fue levantada, pero en algunos días volverá a suceder; es mejor ir acostumbrándose, le dice Irene."
I
— ¡Estudiar y luchar, son deber estudiantil! ¡Estudiar y luchar, son deber estudiantil! A penas los escuchaba arengar y la ira le subía desde los pies hasta la cabeza. En el hall o en algún parque de la Ciudad Universitaria, siempre detestaba verlos: cuántas horas, días, meses y tal vez años de esfuerzo, todo eso para terminar así, piensa. Entre la muchedumbre se oyen murmullos, también algunas risas. Aquel grupo de no más de veinte personas había iniciado la toma de la facultad de Derecho. El apoyo a la medida, compañeros, es vital para vencer a las autoridades y defender los derechos estudiantiles que el neoliberalismo pretende quitarle a los alumnos, decían. — ¿Por qué protestan, compañero? —pregunta Javier a uno de los diez gatos que dirigían la toma—. Sin convicción ni respuestas claras aquel estudiante trataba de explicarnos la razón que lo hacía permanecer junto al resto de protestantes. El pobre sujeto fue interrumpido por un encapuchado, quien se les acercó extasiado y casi gritando, como si respondiera para todos, dijo: — El rector no aceptó que se amplíe el número de raciones para el almuerzo en el comedor, compañeros; por eso nuestro malestar, porque todos tenemos derecho a la alimentación, compañero; esta política fascista que la universidad viene aplicando tiene que terminar… ¡Viva el movimiento estudiantil! — ¡Viva! —responden como por inercia los espectadores, muchísimos de ellos en son de broma—. Fuerte y a una sola voz, aquellos jovenzuelos continúan con las arengas: ¡Y va a caer, y va a caer! ¡El rectorado va a caer! ¡Abajo el imperialismo, compañeros! ¡Vivan los pueblos originarios y autóctonos! ¡Viva la universidad pública, científica y democrática! Santiago oye una voz que de inmediato lo alerta: gira la cabeza al instante. Pese al momento, los ojos le brillan y —lentamente— una sonrisa se va dibujando en su rosto. Era Gabriela, le pregunta por las clases de la noche. Ella lo interroga nuevamente: Lingüística y Fundamentos de la Economía. Como si volviera de un estado de coma, Santiago recobra la conciencia, evade la pregunta y aprovecha la ocasión para invitarla a estudiar en la biblioteca Central del campus: — ¿Vamos a biblio? —. Es la más cómoda para leer, también para dormir. ¡Vamos, por favor, di que sí!, piensa Santiago.
II
— ¡La pelota, la pelota! La detiene con el pie, es zurdo, la patea con desgano, es evidente que no practica el futbol. —Sí, no es el pichanguero, apuesto que tampoco baila bien —le dice Sofía—, míralo nada más… Javier lo estima mucho, pero asiente con la mirada: —Ya déjalo pues —responde—, no te fijes, a lo mejor te termina gustando mi causa. Él es medio huevón, pero bastante noble e inteligente; sin sonar gay puedo decir que tiene algo especial, ¡al menos no volvió con su ex para que nuevamente le pongan unos cuernos del tamaño de una catedral, mi estimada “Sofi”! Javier ríe a carcajadas. — ¡Vete a la concha de tu madre, Javier de mierda! —. —¡Gracias, mano! —le grita desde lejos alguien mientras recibe la pelota—. El partido continúa.
III
Son casi las diez de la noche, la toma de la facultad fue levantada, pero en algunos días volverá a suceder; es mejor ir acostumbrándose, le dice Irene. Se les une Alberto quien carga un maletín repleto de libros y lecturas. —¿De dónde vienes? —le preguntan. —De biblio. — ¿Central o la de Economía? — Nada, de aquí, Derecho. — ¿Pero y la toma? —le dice Santiago. — Eso fue sólo un rato, Zavalita —responde Alberto—. ¿Tú fuiste a Central? ¡Qué huevón! Sí, ¡qué huevón!, Santiago, piensa. ¡Puta madre! — ¡No puede ser! —dije para mis adentros ante lo que estaba viendo—. Ahí estaban, saliendo de la hemeroteca, de la mano, pero ella lo soltó al verme. Fue extraño porque, a pesar de que en aquel momento me sentí muy idiota, fui yo quien la saludó en esa ocasión: —Hola… —le dije con un débil ademán que delataba mi decepción—. Eso a toda luz es caer muy bajo, Javier. Mira que —a duras penas— me devolvió el saludo con un hola imperceptible que me dejó estupefacto, ¿y qué hice?, pues nada, a poner la cara de baboso nada más, mi estimado; sólo fingir que todo está bien, que no pasó nada, que no duele porque sólo éramos amigos, hermano; que no duele, que no duele, ¿entiendes?… No resistí más. Caminé hacia el salón antes de que llegue la profesora, saqué mis cosas y decidí recorrer el campus, tan grande y extenso, misterioso y retador; en otros siglos me hubiera perdido entre las calles de la Lima de antaño; por aquellas casonas, bares, solares y templos que hoy se caen a pedazos ante el desentendimiento gubernamental. Cogí mis audífonos y le di play a mi lista de canciones “depre” (depresivas): Lou Reed, The Verbe, Oasis, U2, Stereophonics, Placebo, entre otras canciones, venían a curar mis heridas. Solamente dejaba que la música me eleve junto con ese placentero dolor que ya había sentido en otras decepciones: era una buena forma de afrontar la dureza de la vida, algo similar a la muerte en vida, supongo, mi estimado Javier. Pero antes —como no podía ser de otra manera— debía encender un cigarrillo, y así lo hice, al menos en Derecho aún se puede fumar por los pasillos. Mientras caminaba hacia el hall principal sentía esa incomodidad en el pecho, esas ganas de terminar de destruir mi corazón, de liquidarme, de darme por vencido y de obligarme a aceptarlo. Sin saludar a nadie, todo lo que yo quería era desaparecer de la escena, como diría Ribeyro: “[…] Irme donde nadie me conozca. Aquí ya soy definitivamente como han querido que sea. Conforme me aleje irán cayendo mis vestiduras, mis etiquetas y quedaré limpio, desnudo, para empezar a ser distinto, como yo quisiera ser. Pero, ¿a dónde ir? Si llevo dentro de mí el germen de todo mi destino, ¿para qué hacer rodar por todos los paisajes, como un circo ambulante, el espectáculo de mi vida equivocada?”. Parece que te vuela la mente recordarla, Santiago, verla de nuevo junto a Alonso, de la mano. Te inquieta la idea de que al final del día tus sentimientos valieron mierda, ¿verdad? No importa, tonto; otra vez la sensación en el pecho, del pecho a las extremidades y luego, a mi cráneo, orejas, ojos, ¿cómo explicar lo mal que se siente ser rechazado por quien más se quiere? No me ha rechazado cualquiera, Javier, ha sido Gabrielita, el amor de mi vida, la única persona por quien haría más de mil trabajos y exposiciones si me dice que se siente enferma, o simplemente que quiere mi ayuda y ya. Soy un idiota, Javier, soy un idiota. Y así, entre recuerdos que nunca existieron y anhelos jamás alcanzados, Santiago se perdía entre el resto de estudiantes de la facultad. Ya afuera mira atrás por última vez: Gabriela de nuevo, junto a otros chicos, sonriendo. Un negro le pone el brazo en el hombro, ella no se incomoda, parece no importarle: todo está perdido, Santiago, es mejor que dejes de pensar en ella, no es una chica para ti, ya lo ves. —¿Racionalizar lo ocurrido? Jamás, Javier, ¡jamás! Sube el volumen de sus audífonos: You make me feel like the one, Make me feel like the one escucha que repiten a coro los Stereophonics. ¡Mierda! Otra vez ese dolor… él no se incomoda, quiere más, está convencido de que, inclusive, el sufrir por ella es algo que le gusta disfrutar. Por eso continúa con su caminata. El campus de San Marcos lo espera para mostrarle muchas cosas, y también para encomendarle otras. —¿Por qué tú, Gabrielita? ¿Por qué tú? —se pregunta mirando al cielo— ¡Por qué! ¡Puta de mierda!
Continuará…
Por: Santiago Esparza